Maritza Mesa Zapata

Ante la pregunta qué quieres que se recuerde de Maritza, su padre dijo: “Me gustaría hacer muchas memorias en nombre de ella”.

Este poema de llamado Allá, de Alfredo Espino, ¡la conmemora tan bien!

Lucita, ¡qué pena
me da ver, envueltos en tímidos lampos
de luna, tus campos,
tu tierra morena;
la loma que se alza
con los capulines porque suspirabas,
y aquellos caminos por donde pasabas
bañada y descalza!
¡Qué pena tan triste!
Tu campo está en sombras, pues tú eras la luz;
y en el camposanto, luego que te fuiste,
han puesto otra cruz…
Un día dijeron que estabas perdida,
y a tu propia vieja la hirieron abrojos;
y cuando el verano desnudaba huertos
a tu madrecita la hallaron dormida,
pero con los ojos
abiertos…
Tú no comprendías, que era la ciudad
fuego que consume con sus luces malas,
y que a las Lucitas les quema las alas
de la ingenuidad…

Y sí, la ciudad quemó la luz de Maritza… Su luz brilló poco para el mundo, pero para su familia fue el sol de cada día, la que buscaba sonrisas donde no las había, extrovertida, buena bailarina; y así, entre baile y risa, aprendió de su mamá a guerriar y amar a sus hermanos.

Pero esa lucecita con carita de muñeca creía que se las sabía todas, y que el viejo molestaba tanto porque no sabía vivir la vida, no entendía que los tiempos habían cambiado… Ella desconocía que por mucho que pase el tiempo, el hombre no cambia, la ciudad no ha cambiado… La violencia sigue dueña y señora.

Mientras el brillo que la caracterizó se apagaba en medio de cuatro tablas, su padre la miraba “y le preguntaba a ella ahí metida que por qué el antichévere tuvo que enterrar a la niña sabiendo que siempre le dio tan buenos consejos, siempre se preocupó por ella, y ahora que estaba ahí el antichévere, como ella me decía, tenía toda la razón”… No comprendía que el mundo es más oscuridad que luz y que la ingenuidad no es una herramienta para desenvolverse en él.

Las fotografías tienen una función muy bella: luchan contra el olvido, contra el paso del tiempo, y en ocasiones, son lo que acompaña el recuerdo de un momento de perfección; así es la foto donde está Maritza con toda su familia, en la época donde estaban juntos… Es el momento en el que quisieran haberse quedado, para que la separación y la muerte no se cruzaran.

Pero como fueron inevitables, la pregunta que ronda constantemente es cómo los vivos podemos recordar a nuestros muertos… Conocemos una forma: la unión entre el sitio de donde venimos y para donde vamos: la tierra y nosotros; por eso en la casa de Maritza hay un ser vivo que la recuerda: una planta con flores moradas y rojas.        Igual que las plantas brotan en este mundo, soportan adversidades, cumplen un ciclo natural y de vida, son bellas, admiradas… Y mueren, del mismo modo le sucede a los seres humanos.

Y cuando no tenemos ninguna defensa ante la muerte, cuando solo podemos aceptarla como parte del ciclo natural de la vida… Nos queda lo que realmente fue valioso en esos pocos o muchos días vividos:

“Si no hubo frutos, valió la pena la belleza de las flores.

Si no hubo flores, valió la sombra de las hojas.

Si no hubo hojas, valió la intención de la semilla” (Miguel Grinberg).

Aunque murió, valió la pena que Maritza haya vivido.