Siempre te he tenido miedo a pesar de mi fuerza, de mi atrevimiento, mi soñada Medellín: he ido donde tus maestros y robado su sabiduría y dado un paso adelante, pero con el convencimiento de que tus ojos me siguen y tus oídos perciben hasta mi último y más simado temblor; sólo escuchan atentos cuando se trata de fechorías, cuando se ve productivo el negocio, el momento en que se hace trastabillar la solidaridad. Es lo enseñado por ti, mi ciudad oblicua.
Al temerte me temo e identifico mi enfermedad viva y terrible, dadora de una mirada perpleja sobre tu realidad que me impide la profunda lucidez, la tranquilidad de mi pensar: un solo zumbido, un mínimo susurro y entro en el desvarío; desatino entre esto y aquello por lo que se ha confundido mi sensibilidad: tu desprecio del diferente, tu gana de discordia, tu desdeñoso asiento desde donde petrificas los ánimos y exiges obediencia a tu ley, a tu desmesura; tu balacera que oprime, anula y borra por dos o tres pesos los cantos de las generaciones; tu rezo canoso y enardecido que, después de todo, sólo cumplirá los designios de una conquista merdosa y apocalíptica.
No sé, quizá me estoy dañando a mí mismo y sea yo el que hace de tu respiración una oleada de sangre y desesperación, en el ir y venir de lo limpio a lo puerco, de la sagrado a lo demoníaco, de la luz a la sombra y al contrario que es lo mismo; porque esto que te realzo es por lo que estoy enfermo. Pero te quiero amar como eres y, tal vez, eso sea lo justo para una locura que no se comprende y se encuentra en el vaivén de un fruto que también comerán los hombres cuando, quizá, queden días por vivir vívidamente. Si es que los dejas.
Sabes que no puedo estar solo aunque lo quisiera, aunque fuese una obligación, como si evidenciara la única necesidad. Nunca lo he podido hacer. Requiero tu compañía, tu aceptación, un afecto que, en los momentos difíciles, creo perdidos y convierto en ataque. Ah, la culpa, el hacernos sentir pecadores aún, tu cristianismo carroñero que igual mató y sigue matando a su dios; que lo devoró para poder hacerlo suyo: tu doctrina nefasta y hambrienta, negadora de lo natural, de lo palpitante y del clamor que dejas de lado a costa de una felicidad que es ser libre y auténtica: cuando te ciegas y destruyes, cuando vendes tu más íntimo delirio con una violencia fratricida bañando de sangre tu piel llena de cal, de infancia adolorida vuelta andrajo y turbación, te grito: ¡te hiciste necia! ¡Quítate el antifaz!
No obstante, siento que te he defraudado. Al despertar siento cierto temor por lo sucedido, no sólo con el evento en que quise morir un poco; también por el pasado donde me hube comportado a la manera de un predicador que se agita visionando un sol insolente con su pulso luminoso y, al mismo tiempo, como asesino de tus más ocultas disposiciones para la grandeza.
Es que lo mostrado por tu deseo de subir la montaña, esconde lo más monstruoso, lo más reptílico, la mayor podredumbre: querer la trampa, llorar el dinero, anunciar el poder; ofuscar la quietud de tus hijos sedientos e inanes para dirigirte ponzoñosa, nociva, insana con y sobre ellos y dañarles el corazón con el falso camino del éxito, de la fama, de la riqueza.
Has obviado el fracaso y la derrota, y nos privas de aprender a enfrentarlos. Nos enseñas como escalar sobre los demás y, una vez arriba, tirar pestes sobre sus viviendas; nos conduces al límite de tu absurda carrera y nos enrostras nuestras debilidades, nuestras falencias, nuestras equivocaciones y nos juzgas por ellas como si no fuésemos libres sino para ganar, para coronarnos en el triunfo.
Sí, Medellín: eres una contradictoria, una farsante, una loca de atar: piensas lo más profundo y por eso amas la vida más viva, pero elevas la contienda, la competición, la muerte del próximo y eso te hace una madre que sólo cosecha tumbas; una madre que, con brusquedad, obliga a la obstinación, a la manía, a la intransigente mentalidad de que tus hijos deben ser los mejores, los más pujantes, los más engreídos, acumulando al fin y al cabo. Los amas por lo que tienen y no por lo que son, mi desvergonzada Medellín: tú que no das puntada sin dedal, tú que eres una diosa en pañales, mi pequeña putica.
Yo te quiero, pero te acuso de odiar a tus pobres, de no tener en cuenta a los ciegos, a los sordos, a los mendigos; enalteces la limosna porque no has aprendido a regalar; dejas para tus excluidos las sobras cuando algo dejas; olvidas tus muertos y niegas tu mano asesina; untas de droga el olfato y los jóvenes se vuelven ratas; en fin, eres un niña del espectáculo, quieres que te mime el tío dólar.
Admiro tu perseverancia, tu voluntad de permanencia, tu movimiento creador, pero deploro tu guerra y tu doctrina, su círculo y su bullicio: ¡quítate el antifaz! Deja ver tu rostro profano y lleno de lepra. No me vengas con palmaditas a la espalda, no me mires con pesar para conciliar tu traición. Estoy inquieto, tus hijos están inquietos, toda la familia está inquieta: no permitas que se hunda. Al menos enséñale cómo hundirse con altura, tú, mi querida madre, mi Medellín hipócrita: tú, animalito doméstico, bestiecita que sabe a quién morder: ¡quítate el antifaz!
Víctor Raúl Jaramillo