Nadie consuela a los muertos (Robin Úsuga)

robinsonMe asesinaron el día que mi hija Valeria cumplía sus tres añitos. En la noche íbamos a reunirnos para celebrárselos. Mi esposa Angie, las hermanas de ella, mis hermanos, gran parte de la familia. Después de trabajar estuve en el centro de la ciudad buscando un regalo para ella. Era un teléfono de color lila, para jugar. Y se escuchaban canciones cuando oprimías sus números. Ese teléfono haría ver a mi hija como una pequeña y dulce secretaria.

Tomé el bus y al llegar al barrio Manrique, me bajé en la esquina de la iglesia. Pasaría por la tienda de tortas para comprar una. Solo había caminado dos manzanas y ya sentía el aroma de pastel orneado ¡cuando alguien me disparó!

Fue alguien que ni siquiera se dejó sentir. Que llegó cómo una sombra. Mi sangre salpicó el teléfono de juguete. Y la fiesta se canceló cuando llegó a los oídos de todos en mi casa la noticia trágica de mi muerte.

Me levanté y llegué corriendo para impedirlo. Angie estaba histérica y deshecha, junto a mis hermanos y sus hermanas. Me les acerqué exaltado, agitando los brazos y gritándoles ¡que no jodan! ¡No presten atención a lo que pasó! ¡Celebremos porque esta es una noche de fiesta y no de luto!

Pero no me escucharon. Lloré explicándoles que mi hija Valeria era todo para mí. Que lo entendieran. Me revolqué en el piso de la sala suplicándoles que no cancelaran la fiesta. Pero Angie me dio la espalda, tomó a mi hija Valeria y la llevó a donde la vecina Sandra.

Toda la familia salió, unos para la morgue y otros para la funeraria.

Yo no tuve nada más que hacer que quedarme en la casa de la vecina Sandra, haciéndole monerías a mi hija Valeria para que no siguiera llorando. Pero me ahogué en llanto, así como ella, al notar que tampoco me escuchaba. Ya no me veía.

¡Y no hay quien consuele a los muertos!

Un rato después llegaron más vecinos. Preguntaban por qué me habían matado. Y otros respondían con diferentes conjeturas. “Es que a él le gustaba andar tarde en la noche”, escuché decir. “Es que creo que él tenía una deuda con don Orlando, el vecino”, alguien dijo.

Había muchas más explicaciones diferentes. Escuché tantas que yo también terminé confundido.

Al día siguiente, en el velorio, se aclararon las dudas. Mi asesino, un jovencito de unos 16 años (cuando mucho), llegó acompañado de su gallada. Y pidió disculpas a Angie y todos los presentes. Dijo que se habían equivocado. Que no era a mí que iban a matarme. Era a alguien más que se parecía mucho.

Nunca me gustaron los cementerios, por eso no acompañé el cortejo fúnebre a depositar mi cuerpo en las tumbas de San Pedro. Me fui a caminar por la ciudad de Medellín, y por sus calles me encontré a cientos de miles de muertos que no habían querido irse de aquí. Que fueron asesinados el día que se proponían hacer algo importante para sus vidas.

Yo tampoco quiero irme. Ya pasaron 20 años y mi hija Valeria tiene 23. Es una mujer hermosa. Está haciendo su carrera de universidad. Aún conservo el teléfono lila. Y cuando extrañarla se me hace insoportable, marco el número telefónico de nuestra casa. Ella lo contesta pero no escucha mi voz de alegría que le habla desde el más allá. Entonces cuelga extrañada y yo me siento mal conmigo mismo. Me regaño porque soy un idiota que aún no comprende ¡que el mundo de los vivos y los muertos no puede juntarse!

Ella no lo sabe. Y de hecho, nadie más que yo lo sabe. Pero desde que me asesinaron, todos los días al caer la noche busco a mi hija Valeria, y donde quiera que esté me hago a su lado para celebrarle su cumpleaños.

Róbinson Úsuga Henao